Casi es mejor empezar de nuevo

por José María Rodríguez de Santiago, Gabriel Doménech Pascual y Luis Arroyo Jiménez

Publicado: 31 diciembre, 2021 en: Blog.

Si alguien está saliendo mal parado de las diversas crisis que padecemos regularmente, esos somos los juristas que nos dedicamos al Derecho público, entendido aquí como agregación del Derecho constitucional y administrativo. Cada nueva cuestión jurídica que se suscita da lugar a opiniones de signo diverso y con frecuencia incompatibles entre si. En muchos ámbitos de esas áreas del ordenamiento no parece posible alcanzar soluciones más o menos consensuadas en la comunidad de los juristas. Cuanto más abierto se encuentra el ámbito relevante a la deliberación política, más claramente se alinean las opiniones jurídicas con las conclusiones apetecidas por los actores que intervienen en aquella discusión.

La razón de nuestro desorden no hay, sin embargo, que buscarla fuera, porque se encuentra más bien en las debilidades del sistema que en principio habría de estar llamado a aportar estructura a los procesos de interpretación del ordenamiento jurídico. El Derecho público es un conjunto de normas sobre el que se proyecta una actividad teórica. Mientras que el primero constituye un sistema objetivo o real, la segunda proporciona un sistema de conocimientos integrado por un conjunto de conceptos y doctrinas generales que permite dotar de cierta unidad y coherencia interna a una realidad en si misma desordenada, como es el conjunto de normas y actos jurídicos válidos en un determinado ordenamiento. Algunos de esos elementos tienen carácter sustantivo (por ejemplo, el concepto de discrecionalidad administrativa, o las nociones de vinculación positiva y negativa a la ley), mientras que otros elementos tienen carácter formal (por ejemplo, la distinción entre acto, reglamento, contrato y actuación material).

En otras palabras, la causa de aquella situación no es solo que los problemas que tratamos de resolver a través del Derecho público tengan una importante dimensión política, sino también y sobre todo que no hemos sido capaces de diseñar instrumentos dogmáticos eficaces y estables para su racionalización jurídica. El resultado es que, a diferencia de lo que sucede en el ámbito del Derecho penal gracias a la benéfica influencia alemana, el Derecho público español es excesivamente asistemático, es decir, es un Derecho en el que los conceptos jurídicos se manejan de manera demasiado desordenada e imprevisible. Y ello tanto en el caso de su incorporación a las normas del Derecho positivo, como en el de su utilización por parte de la administración y de los tribunales.

El problema afecta tanto al Derecho constitucional como al administrativo. La reciente discusión acerca de la suspensión y la limitación de los derechos fundamentales pone de manifiesto que los juristas españoles, lejos de compartir una teoría general de los derechos fundamentales, manejamos de manera desordenada conceptos que deberían estar claramente fijados, como los de limitación, suspensión, restricción, contenido o contenido esencial. El panorama no es más alentador si echamos un vistazo a la doctrina constitucional. Los años pares el contenido esencial es una garantía absoluta, mientras que los impares tiene carácter relativo. Según las manos que hayan elaborado materialmente la sentencia, el principio de proporcionalidad tiene tres elementos o pasa a tener solo dos. Alguna memorable resolución resuelve el problema planteado aplicando sucesivamente las teorías amplia y estricta del supuesto de hecho de las normas iusfundamentales.

Lo mismo sucede en el Derecho administrativo, donde no hemos sido capaces de ponernos de acuerdo en a qué queremos llamar servicio público, qué diferencia hay entre un contrato y un convenio administrativo, qué efectos jurídicos produce una circular, qué diferencia la expropiación de la delimitación del contenido del derecho de propiedad, etc. El desastroso estado de nuestra dogmática de la responsabilidad patrimonial de la Administración pública es, probablemente, el ejemplo más claro de que, sencillamente, no podemos dar casi nada por cierto. De la calidad media de la jurisprudencia contencioso-administrativa –por no hablar de la inmensa mayoría de los escritos procesales que formulan los abogados que intervienen ante este orden jurisdiccional– casi es mejor no hablar. 

Es este fracaso colectivo lo que verdaderamente explica que, cuando aparece un nuevo interrogante, los juristas que nos dedicamos al Derecho público sólo seamos capaces de aportar un puñado de respuestas discordantes, entre las que los unos y los otros eligen a su gusto. Nuestros predecesores resolvieron, en el mejor de los casos, problemas concretos: eliminar algunas inmunidades del poder, adaptar el Derecho público a una Constitución normativa, poner en marcha el recurso de amparo, articular al tiempo complejos procesos de descentralización territorial e integración supranacional, etc. Sin embargo, no se preocuparon de fortalecer las piezas del sistema de forma equilibrada. En ocasiones importaron conceptos y doctrinas foráneas –con distinta suerte, por cierto–, pero no hicieron el esfuerzo de poner la casa en orden, para que el material trasplantado pudiera resolver el problema relevante sin producir externalidades negativas en otros ámbitos próximos. Esa desatención histórica por el sistema explica alguno de los cadáveres que tenemos en el armario –por ejemplo, una defectuosa teoría de la discrecionalidad, la desatención de las directrices constitucionales, ese artículo 24 de la Constitución, el cuento de las bases, o qué hacer con las normas y actos contrarios al Derecho de la Unión–.

Pero conviene atribuir a cada uno tan solo la responsabilidad que le corresponde. Si nuestros mayores tuvieron que afrontar esos retos tan formidables, nosotros no podemos escudarnos en ello. Conviene, pues, que comencemos a asumir la responsabilidad de mejorar el Derecho público que hemos heredado. Y, teniendo en cuenta su estado actual, algunos nos preguntamos si no sería mejor empezar de nuevo, valorando qué elementos del sistema tiene sentido mantener, cuáles necesitan ser actualizados y cuáles otros, en fin, deben ser reemplazados por piezas nuevas.

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