Reguladores independientes y Estado democrático

por Mariano Bacigalupo Saggese

Publicado: 5 agosto, 2021 en: Investigación emergente.

En la Unión Europea en general, y en España en particular, está muy extendido el planteamiento de que las autoridades independientes tienen que ser no sólo independientes, sino puramente tecnocráticas, apolíticas y no-partidistas. Este planteamiento, aunque extendido, es poco analítico. De entrada, no diferencia entre la independencia institucional, la imparcialidad y la objetividad, que son categorías jurídicas diferenciables (James E. Moliterno, “The Administrative Judiciary´s Independence Myth”, Journal of the National Association of Administrative Law Judiciary, 2007, pp. 53-96). Aunque en la Unión Europea prima una comprensión tecnocrática de las agencias reguladoras independientes, esta comprensión difiere del modelo original norteamericano, que no es propiamente apolítico, ni siquiera apartidista, sino “bipartisan” (Martin Shapiro, “The problems of independent agencies in the United States and the European Union, Journal of European Public Policy, 4-2, 1997, pp. 276-277). En este estado de cosas, y proyectando estas distinciones analíticas sobre la forma de selección de los miembros de las autoridades independientes españolas (en especial, las que regulan y supervisan los mercados) conviene distinguir entre la cualificación técnica, la legitimidad política y la mediación partidista. A ello se dedican las líneas que siguen.

La idea que subyace a la creación de organismos independientes (que en muchos casos viene exigida por la legislación de la Unión Europea) es la de desvincular de la política cotidiana que se sustancia en las instituciones democráticas la gestión de determinadas políticas públicas, que por su especial sensibilidad, su complejidad técnica u otras razones se considera que deben permanecer ajenas a las vicisitudes de la política partidaria (no de la política en sí, porque, como fácilmente se comprende, no hay ni puede haber ninguna política pública que carezca de una dimensión intrínsecamente política).

Ni la defensa y promoción de la competencia ni la regulación preventiva o ex ante de los servicios de interés económico general que se prestan en régimen de competencia se agotan en pura técnica. También es  -y es ante todo- política, y de ahí que sea habitual que en los correspondientes ámbitos académicos especializados se hable con total naturalidad de política de la competencia o de política regulatoria.

Una buena regulación presupone ciertamente conocimientos técnicos, económicos y jurídicos altamente especializados. Pero ello en modo alguno soslaya la dimensión eminentemente política de toda regulación. En cualquier opción regulatoria se manifiesta necesariamente una opción política (o, si se quiere, un sesgo ideológico) acerca de cómo se sirve mejor el interés general. Por ello, se yerra de raíz si se asocia a la conveniencia de desvincular determinados ámbitos de gestión pública del espacio natural y legítimo que corresponde a la política partidaria en las instituciones democráticas la idea de que tales ámbitos son o deben ser políticamente neutros. La tarea regulatoria no es ni puede ser nunca, por definición, políticamente aséptica (Elisenda Malaret, “Autonomía administrativa, decisiones cualificadas y deferencia judicial: introducción general”, en Elisenda Malaret (dir.), Autonomía administrativa, decisiones cualificadas y deferencia judicial, Aranzadi, 2019, p. 44 s.).

Esta dimensión política de la regulación económica resulta bastante evidente en el plano de la producción normativa o en el ejercicio de la función consultiva en el marco del proceso de elaboración de normas. Por el contrario, pudiera parecer que esa dimensión desaparece íntegramente cuando los organismos reguladores se limitan a aplicar la regulación o a ejercer potestades administrativas. Pero incluso aquí la dimensión política de la tarea regulatoria, aunque obviamente menor, no desaparece del todo. También en los supuestos en que los reguladores se limitan a aplicar la regulación, éstos siguen ostentando de ordinario amplios márgenes de decisión en cuyo ejercicio intervienen inexorable y legítimamente consideraciones u opciones de política regulatoria. De hecho, es conocida la STJUE de 2009 que en materia de telecomunicaciones exige que las autoridades independientes nacionales dispongan precisamente de un amplio margen de discrecionalidad en la adopción de sus decisiones reguladoras (sobre ello: José María BAÑO LEÓN, “Reserva de Administración y Derecho comunitario”, en Carlos ESPLUGUES et al. (coord.), Nuevas fronteras del derecho de la Unión Europea, Tirant lo Blanch, Valencia, 2012, pp. 837-850; y Jorge García-Andrade, “La regulación de la política macroeconómica: un desafío para el Derecho público”, Revista de Derecho Público: Teoría y Método, 2 (2020), pp. 125-160 (155).

Por otro lado, la atribución a la autoridad de competencia de la función de promoción (y no solo de defensa) de la competencia -una opción que no es en el panorama comparado consustancial a todos los modelos institucionales- consiste en que la autoridad de competencia vele (en particular, en el ejercicio de su función consultiva sobre proyectos normativos y en el de la legitimación activa para impugnar normas reglamentarias y actos administrativos) por que la actuación de los poderes públicos no restrinja injustificadamente las libertades económicas, estableciendo limitaciones innecesarias, desproporcionadas, discriminatorias o arbitrarias. En eso consiste la promoción de la competencia, no en -más allá de la tutela de estos principios- favorecer necesariamente opciones de acción política recelosas o refractarias a la intervención pública en la economía. En tanto que promotor de la competencia la autoridad de competencia no es el guardián institucionalizado de un determinado modelo de intervención pública en las actividades de contenido económico sino el organismo que -junto a otras instancias, consultivas y jurisdiccionales- vela por que las restricciones públicas de las libertades económicas se ajustan a los principios constitucionales y de Derecho de la Unión Europea.

En este ámbito los límites que separan el juicio de juridicidad del juicio de oportunidad son tenues y fluidos. Los titulares de la iniciativa legislativa y de potestades normativas gozan de un margen de apreciación a la hora de evaluar la idoneidad, la necesidad y la proporcionalidad en sentido estricto de medidas de estas características. El juicio de idoneidad y el juicio sobre la existencia o no de medidas alternativas igualmente eficaces pero menos restrictivas para la consecución del fin de interés general perseguido es, por definición, un juicio de prognosis, y a todo juicio de prognosis es inherente un margen de apreciación. Solo el desbordamiento claro o nítido de los límites de dicho margen a la hora de evaluar la idoneidad y la proporcionalidad de una medida (ya adoptada o proyectada) permite apreciar la infracción del principio de proporcionalidad. El límite que separa por tanto una intervención desproporcionada (ilícita) de una intervención no (manifiestamente) desproporcionada (lícita, por más que opinable y discutible) es tenue, y por ello lo es también el límite que separa el juicio de juridicidad del juicio de oportunidad. El detractor convencido de una determinada medida tenderá a reputarla desproporcionada (juicio de juridicidad), en tanto que el partidario o dudoso tenderá, por el contrario, a considerarla (al menos) no claramente desproporcionada y, si la objeta, lo hará consecuentemente en el marco de un juicio de oportunidad. En suma, el juicio de proporcionalidad, que es el elemento decisivo en el que se expresa el ejercicio de las funciones que la autoridad de competencia ostenta como órgano consultivo y, en general, en el ámbito de la promoción de la competencia y de la garantía de la unidad de mercado, se desenvuelve en la zona gris de transición entre el juicio de oportunidad y el de juridicidad, un terreno particularmente permeable al (inevitable y legítimo) sesgo ideológico. No se trata, pues, de estigmatizar el sesgo ideológico sino, bien al contrario, de hacerlo transparente.

No obstante, si la autoridad de competencia se dedica más al juicio de oportunidad que al de juridicidad corre el riesgo de desbordar su función institucional y de penetrar en el ámbito de la legítima confrontación entre opciones políticas, malogrando así su especial legitimidad institucional. Conviene estar muy atento a que los juicios de las autoridades de competencia sobre la necesidad y proporcionalidad de medidas de intervención pública en la economía, que son (rectius: deben ser) juicios en derecho, no encubran juicios de reprobación ideológica de opciones legítimas de política regulatoria. Estos últimos tienen su sede natural en el debate político y en las instituciones de gobierno y parlamentarias, no en las autoridades de competencia. De lo contrario, la autoridad de competencia se transforma en un actor político más.

De lo anterior resulta que -salvo en el caso de aquellas autoridades independientes en cuya actividad predomina claramente el componente técnico o en los que los márgenes de decisión son escasos (piénsese, por ejemplo, en las autoridades de protección de datos o de responsabilidad fiscal)- el legislador busque asegurar una composición plural y equilibrada de las autoridades independientes mediante el carácter colegial de su órgano de gobierno y la participación del Parlamento en la designación de sus miembros.

En efecto, la dimensión política (y no sólo técnica) de la regulación económica implica que la legitimación democrática de la actividad de los organismos reguladores y de supervisión no pueda surgir sólo de su indiscutible sometimiento al principio de legalidad. Por el contrario, precisa de una vinculación directa con las instituciones democráticas (Gobierno y Parlamento).

Por ello, el verdadero problema que sufren en nuestro país las instituciones independientes (y entre éstas los organismos reguladores y de supervisión) no es en rigor, como suele pensarse, la politización de su actividad, sino –más exactamente- la partidización de su composición, esto es, la colonización e instrumentalización partidaria de estas instituciones mediante el nombramiento de responsables que carecen de la adecuada preparación profesional para el ejercicio de sus funciones.

En definitiva, el nombramiento en sede política de los máximos responsables de los organismos reguladores y de supervisión es un imperativo democrático, pero no debe impedir (esto es, debe ser compatible con) la selección de personas idóneas, debidamente cualificadas y preparadas para el ejercicio del cargo. Este es el verdadero reto de los organismos reguladores (y, en general, de las instituciones independientes), pues no existe mejor garantía de independencia -no sólo respecto de la política partidaria, sino también y fundamentalmente respecto de los intereses empresariales de los sectores regulados- que la competencia profesional y la reputación contrastada de las personas elegidas.

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