¿Reserva la Constitución la imposición de ciertas restricciones de derechos a los estados de emergencia?

por Gabriel Doménech Pascual

Publicado: 23 noviembre, 2021 en: Investigación emergente.

El artículo 55.1 de la Constitución dispone que determinados derechos constitucionales «podrán ser suspendidos cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio». Interpretado este precepto a contrario sensu, hay que entender que ni esos ni otros derechos pueden ser suspendidos fuera de ambos casos. La suspensión queda reservada a los estados de excepción y sitio.

Ningún precepto de la Constitución establece explícitamente una reserva semejante para determinadas medidas que restringen derechos sin llegar a suspenderlos. Ninguno dispone expresamente que ciertas restricciones –definidas por su generalidad, intensidad u otra característica– sólo pueden ser impuestas si se declara el estado de alarma, de excepción o de sitio. Sin embargo, algunos autores han sostenido que sí existe una reserva constitucional tal. A la crítica de esta tesis dedicamos el presente texto.

La tesis del contenido propio de los estados de emergencia

A Manuel Aragón le «parece claro que restricciones generales (de ámbito nacional o territorialmente limitado) de confinamiento domiciliario durante un periodo horario (los llamados “toques de queda”) no pueden ser establecidas por la legislación ordinaria, dado que se aproximan más a la suspensión (pues se impide el ejercicio del derecho, aunque sólo sea en una determinada franja horaria) que a la limitación y, por ello, más propias, por ejemplo, del estado de alarma… lo mismo sucede con los llamados “confinamientos territoriales” (ya lo sean para municipios o comunidades autónomas). En realidad, dichas medidas, aunque no puedan calificarse como una suspensión total de derechos (para lo que se requeriría el estado de excepción), sí cabe entenderlas como una limitación tan intensa que sobrepasa al Derecho ordinario y entran en el ámbito del estado de alarma».

Germán Teruel, por su parte, estima que «hay un contenido propio de los estados excepcionales que la Constitución reserva a los mismos». Ese contenido propio consistiría, en primer lugar, en «una radical concentración del poder (mando único), con el sometimiento de todos los poderes públicos al Gobierno de la Nación (o autoridad delegada) en el ámbito de respuesta a la emergencia, el cual podrá ejercer facultades normativas y ejecutivas al margen del orden constitucional de competencias». Y, en segundo lugar, en el «establecimiento de un régimen general que implique graves restricciones temporales de los derechos fundamentales». Por consiguiente, «el Derecho ordinario de emergencias no podrá suponer alteraciones competenciales y tampoco podrá habilitar, ni siquiera a través de una ley orgánica, para que la Autoridad administrativa competente, sea nacional o autonómica, dicte medidas que comporten graves restricciones de derechos fundamentales de forma general e indiscriminada para la población de un territorio».

Manuel Aragón no aduce razón alguna para justificar su opinión. Germán Teruel esgrime dos argumentos. El primero es que, si no se reconociera ese «contenido propio» de los estados de emergencia y, en particular, del de alarma, éste se convertiría en un «nullum jurídico». El segundo es que el régimen jurídico constitucional de tales estados garantiza los derechos fundamentales afectados mejor que la legislación ordinaria.

La letra de la Constitución

En el texto constitucional no hay rastro de la reserva cuya existencia afirman Aragón y Teruel. Muy al contrario, los artículos 81.1 y 116.1 CE remiten al legislador orgánico la regulación de las restricciones que cabe imponer tanto en los estados de alarma, de excepción y de sitio como fuera de ellos. Y ninguno de los dos preceptos hace referencia a una reserva que el legislador orgánico deba respetar en este punto. El único límite que se deduce inequívocamente del texto constitucional es el previsto en su artículo 55.1: la suspensión de ciertos derechos queda reservada a los estados de excepción o de sitio.

Resulta evidente, pues, que, con la única excepción de esta «reserva de suspensión», la Constitución ha querido otorgar al legislador orgánico un amplísimo margen de discrecionalidad para regular las restricciones que pueden ser establecidas o no en dichos estados. Este dato ha de tenerse muy en cuenta. Si el legislador democrático ya goza de un amplio margen de discrecionalidad para dictar normas en el marco de la Constitución, ese margen debe considerarse especialmente amplio cuando la propia norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico remite explícitamente al legislador la regulación una determinada materia y no menciona límite alguno que deba respetar la legislación resultante.

La inexistencia de semejante reserva no hace inútil el estado de alarma

Convengamos en que hay que evitar aquellas interpretaciones de un precepto constitucional que lo hacen irrelevante, inútil. Teruel viene a esgrimir este criterio interpretativo para tratar de convencernos de que únicamente al amparo de los estados de emergencia cabe acordar medidas que restringen los derechos fundamentales de manera general y especialmente intensa. Si no existiera esta reserva –argumenta–, el estado de alarma se convertiría en un «nullum jurídico».

No estamos de acuerdo. La inexistencia de esa reserva constitucional no hace el estado de alarma jurídicamente irrelevante. En primer lugar, porque, como muy bien han señalado varios autores, la principal utilidad del estado de alarma consiste en permitir una centralización extraordinaria del poder público: atribuir al Gobierno de España competencias que ordinariamente ejercen otros poderes públicos y subordinar éstos a las decisiones de aquél (véase, por ejemplo, Velasco Caballero). En segundo lugar, la inexistencia de esa reserva no impide –aunque tampoco obliga a– que el legislador orgánico otorgue al Gobierno poderes excepcionales que ninguna autoridad pública ostenta en circunstancias «normales».

Los estados de emergencia no garantizan necesariamente mejor los derechos afectados que la legislación ordinaria

La tesis de que los estados previstos en el artículo 116 CE garantizan necesariamente mejor los derechos afectados que la legislación ordinaria –que cualquier legislación ordinaria imaginable– no se tiene en pie, por varias razones:

1ª. En esos estados, pueden acordar medidas restrictivas autoridades que no ostentan las competencias ordinarias en la materia correspondiente y que, por ello, presumiblemente no cuentan con los medios materiales, los recursos personales, la información y la experiencia necesarios para decidir acertadamente, lo que constituye un serio peligro para todos los derechos e intereses concernidos. No es en absoluto descartable, por ejemplo, que, en una grave crisis, el Gobierno se encuentre peor situado y preparado para ejercer ciertos poderes que las autoridades autonómicas que han venido ejerciéndolos normalmente durante décadas.

2ª. Los partidarios de la tesis que criticamos sobrevaloran seguramente el control ejercido por el Congreso de los Diputados y el Tribunal Constitucional sobre la declaración y la prórroga de esos estados. En primer lugar, porque subestiman las dificultades prácticas que ambos pueden encontrarse a la hora de ejercer esa función en situaciones críticas. El caso de la COVID-19 es muy ilustrativo al respecto: las Cortes Generales dejaron de reunirse durante las primeras semanas del estado de alarma, y el Tribunal Constitucional estuvo semiparalizado durante varios meses. En segundo lugar, el estado de alarma no está sujeto al visto bueno del Congreso si su vigencia es inferior a quince días. Recuérdese que el declarado por el Real Decreto 900/2020 no fue objeto de control parlamentario ni judicial. En tercer lugar, cabe poner en duda que los diputados dispongan de los conocimientos, la información y el tiempo necesarios para evaluar cabalmente tanto los riesgos, sociales y económicos a los que hay que hacer frente como las medidas propuestas por el Gobierno. Es probable por ello que no sean capaces de ejercer un control muy estricto y efectivo. En cuarto lugar, ese control se debilitará hasta desvanecerse prácticamente si el partido del Gobierno cuenta con mayoría de escaños en el Congreso.

3ª. Al tener rango de ley, la declaración y la prórroga de los estados de emergencia no son controlables por los Tribunales ordinarios, sino sólo por el Tribunal Constitucional. Ello limita enormemente las posibilidades de tutela judicial de los derechos afectados, pues los particulares no están legitimados para impugnar directamente los correspondientes decretos, sino sólo los actos dictados a su amparo. Es más, deja prácticamente indefensos a los ciudadanos cuando esos decretos restringen sus derechos inmediatamente, sin necesidad de actos de aplicación.

4ª. Las medidas administrativas adoptadas en virtud de la legislación ordinaria, por el contrario, son plenamente fiscalizables por los Tribunales ordinarios, cuya capacidad de reaccionar rápidamente en situaciones críticas es mucho mayor que la del Tribunal Constitucional, como la crisis provocada por la COVID-19 ha puesto de manifiesto.

5ª. Al amparo de los estados de alarma, excepción y sitio, el Gobierno puede tomar o permitir que se tomen medidas restrictivas sin necesidad de aplicar las normas ordinarias (v. gr., de procedimiento) que protegen los derechos afectados frente a posibles limitaciones arbitrarias o desproporcionadas.

6ª. Los estados de emergencia habilitan al Gobierno para imponer restricciones que no son admisibles de acuerdo con la legislación ordinaria. Ello puede propiciar que el Gobierno aproveche la ocasión que le brinda la declaración de tales estados para cometer excesos y abusos, sobre todo si concurren circunstancias que debilitan el control eventualmente ejercido por el Congreso y el Tribunal Constitucional.

Esa reserva puede impedir la protección eficaz de relevantes derechos e intereses

En situaciones extraordinarias, es relativamente probable que la autoridad que, desde una perspectiva ex ante, está presumiblemente mejor posicionada para actuar no lo esté efectivamente luego, desde una perspectiva ex post, precisamente como consecuencia de acontecimientos anormales, difícilmente previsibles a priori. De ahí que, para los escenarios catastróficos, el legislador suela conferir poderes de actuación concurrentes a varias autoridades –estatales, autonómicas e incluso locales–, a fin de mitigar el riesgo de que algunas de ellas se vean en la imposibilidad de ejercer sus competencias o, por las razones que sean, no las ejerzan efectivamente como sería deseable. Esta concurrencia competencial sirve para proteger eficazmente los derechos e intereses legítimos en juego frente a dicho riesgo.

Si, como Aragón y Teruel defienden, sólo el Gobierno pudiera adoptar ciertas medidas indispensables para proteger relevantes derechos e interés legítimos, éstos quedarían totalmente desprotegidos en el caso de que el Gobierno no fuera capaz de adoptarlas. La reserva que postulan dichos autores incrementa, por consiguiente, el riesgo de que bienes jurídicos de la mayor importancia –como, por ejemplo, la vida y la salud pública de millones de personas– sufran graves daños.

Incertidumbre derivada de la existencia de semejante reserva

La existencia de la referida reserva constitucional exige delimitar su alcance, determinar qué restricciones de derechos sólo pueden ser impuestas en los estados de emergencia. Esta tesis hace necesario distinguir entre: la suspensión de derechos (que, según la STC 148/2021, consiste en una restricción general y altísima intensidad, criterio que hemos criticado aquí y aquí); las restricciones reservadas a los estados de emergencia, y las restantes restricciones.

El problema es que efectuar esa distinción entraña una enorme dificultad, pues la Constitución no indica, ni siquiera implícitamente, cuáles son las limitaciones reservadas a los estados de emergencia, ni tampoco los criterios con arreglo a los cuales hay que deslindarlas de las otras dos categorías. Aragón y Teruel vienen a proponer una tesis gradualista: los tres tipos de restricciones se distinguen por su diferente generalidad e intensidad. Sin embargo, no resulta en modo alguno sencillo precisar los umbrales de intensidad y generalidad a partir de los cuales empiezan y acaban las tres categorías. ¿En qué se diferencia una restricción «general y de altísima intensidad» de una «grave restricción general e indiscriminada»? ¿Cuáles son los niveles de gravedad o intensidad que definen los correspondientes conceptos? ¿Y los niveles de generalidad? ¿Puede una medida ser general a los efectos de quedar reservada a un estado de emergencia, pero no a los efectos de constituir una suspensión?

Determinar las fronteras de estos tres conceptos está lejos de ser una tarea fácil y de resultados previsibles, lo que puede generar una enorme incertidumbre y propiciar la comisión de errores por parte del legislador orgánico. Estos errores e incertidumbres pueden tener consecuencias deletéreas. Por ejemplo, en la duda, el legislador orgánico tenderá a reservar la imposición de ciertas restricciones a los referidos estados, en casos en los que lo más adecuado sería aplicar la legislación ordinaria.

La necesaria libertad de configuración del legislador democrático

En atención a todo lo expuesto, no se aprecia que resulte justificado hacer decir aquí a la Constitución lo que ésta no dice. No se adivina en virtud de qué principio constitucional debemos interpretar, en contra del claro tenor literal de los artículos 81 y 116.1 CE, que el legislador orgánico no puede permitir la imposición de restricciones graves de derechos (no suspensivas) fuera de los estados de emergencia.

En cambio, hay sólidas razones para considerar que, en algunos casos, puede estar justificado que ciertas medidas que restringen muy intensamente derechos fundamentales sean adoptadas fuera de los estados de emergencia, por las autoridades administrativas que ordinariamente ejercen las correspondientes competencias y con respeto de las estrictas garantías legalmente previstas.

Por ello, resulta inadmisible hurtar al legislador democrático el poder de permitir, por mayoría absoluta, que se adopten tales medidas en esas condiciones, cuando ésa es la solución que logra un justo equilibrio entre todos los derechos e intereses legítimos implicados. El legislador orgánico debe tener, pues, un amplio margen de apreciación para valorar las ventajas y las desventajas que esta solución implica en cada caso y decidir en consecuencia. Cuenta para ello con un claro respaldo constitucional y una legitimidad democrática difícilmente superable.

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  1. A mi juicio, el concepto de lawfare resulta expresivo pero su valor añadido es escaso. No es un concepto jurídico (carece desde luego de un contenido jurídicamente delimitado y delimitable) y, por tanto, no aporta nada relevante en el plano jurídico. Jurídicamente lo único que interesa es si el ejercicio de la función jurisdiccional incurre o no en delito de prevaricación judicial. Si no incurre en prevaricación, la aplicación judicial del Derecho podrá ser discutible, naturalmente, pero carecerá de toda dimensión patológica.

    Como concepto de análisis politológico o sociológico, el lawfare tampoco me parece que aporte mucho al binomio de conceptos ya acuñados desde hace años, a saber: “judicialización de la política” y “politización de la Justicia”. Existe judicialización de la política cuando los actores políticos propenden a trasladar la confrontación política (inherente a una democracia liberal pluralista) al ámbito judicial, ejerciendo con carácter habitual (y no solo extraordinario) toda clase de acciones judiciales -constitucionales, contencioso-administrativas o incluso (y cada vez más) penales- contra decisiones políticas de los correspondientes órganos constitucionales. Y se entiende que existe politización de la Justicia cuando aumenta significativamente el número de jueces que sobresalen en la opinión pública -por razón de la orientación sistemática de sus decisiones jurisdiccionales, por su trayectoria pública o por la expresión recurrente de opiniones políticas en el debate público- por su adscripción o cercanía notorias a un determinado espacio político.

    En mi opinión, en España el ejercicio genuinamente desviado (prevaricador) de la función jurisdiccional es un fenómeno marginal y, cuando aflora, suele ser corregido en vía de recurso (y a veces también sancionado) por la propia jurisdicción. En cambio, es difícilmente negable que existe judicialización de la política (el uso de la querella contra el oponente político es cotidiano) y politización de la Justicia (el cariz ideológico del asociacionismo judicial y la actitud y el estilo crecientemente desinhibidos con los que algunos jueces -y, en particular, los representantes del asociacionismo judicial- emiten cotidianamente opiniones políticas en el debate público no dejan lugar a muchas dudas).

  2. Abogado Civil Almería dice:
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    Muy interesante, muchas gracias por compartir.
  3. FRANCISCO BLANCO dice:
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    El capitalismo en su fase tecnológica avanzada y ámbito planetario no concilian con un sistema de economía circular…las declaraciones institucionales europeas son terapia de grupo para superar las miserias políticas reales
  4. jpinazoh@hotmail.com dice:

    Como siempre tan agudo y perspicaz/suspicaz. Un abrazo

  5. Ernesto Fontecha dice:

    Desde esa perspectiva, la eficacia no será real sino simbólica.

  6. José Brito dice:

    Fiel creyente que el estado Debe reducirse y dejar a los particulares la ejecución de lo que, por naturaleza, corresponde a la libertad del mercado. Interesante artículo, excelente!

  7. Ramiro Saavedra Becerra dice:

    Yo creo profesor que hay que distinguir entre una Administración obsoleta y si se quiere «fallida» cada vez más impotente frente a las exigencias del Estado social y el estado actual del Derecho Administrativo. Creo que nunca este último ha sido mas actual y vigoroso, y es precisamente a través de su diagnóstico que la Administración actual aparece más confundida, insuficiente e impotente.