Comentario de Antonio Luque a Luis Medina Alcoz en RDP Vol. 3 (2021)

Antonio Luque

Si algo así como la historia de la administración pública española existiera como disciplina “científica”, desde luego tendría que estar de enhorabuena ante el brillante trabajo del profesor Luis Medina Alcoz en el núm. 3 de la Revista de Derecho Público: Teoría y Método (2021). Hace ya más de 25 años que Francisco Tomás y Valiente en su contribución al homenaje que la UAM le rindió a Miguel Artola constató la necesidad de que administrativistas e historiadores del derecho siguieran colaborando en el estudio de esa “rama” de la historia, y la verdad es que no puede decirse que en lo que toca a esa necesaria colaboración se hayan dado muchos pasos desde entonces. En cualquier caso, qué duda cabe de que el completo estudio del profesor Medina Alcoz llama a retomar un diálogo que la mayoría de las veces ha encontrado en la divergencia de perspectivas un obstáculo casi insalvable. Quizá reconocer muy brevemente esas diferencias y aplicarlas a ese mismo estudio ayude a reavivar un debate fructífero y provechoso para todos. El artículo en cuestión se aproxima a su objeto, “el concepto de derecho subjetivo en el derecho administrativo español”, de la manera en la que tradicionalmente lo han hecho los administrativistas interesados en historiar los orígenes, más o menos remotos, de una institución de derecho positivo. Precisamente ahí radica el que, a mi juicio, es el principal problema que presenta la ambiciosísima investigación que el profesor Medina Alcoz esboza en su artículo; y digo esboza porque, siendo sincero, cuando escribo esto tengo ya en mis manos el espléndido primer volumen del Tratado de Derecho administrativo, coordinado por los profesores Rodríguez de Santiago, Doménech Pascual, y Arroyo Jiménez y en cuyos capítulos II y III el autor da buena cuenta de una investigación aún más extensa. Observar la dimensión “histórica” de un objeto contemporáneo, como si esta fuera en realidad una más de las dimensiones que lo constituyen, introduce un inconveniente que puede llegar a desvirtuar desde su base toda la (re)construcción posterior. Se corre el riesgo así de deformar las pistas que nos arrojan las fuentes, las más de las veces muy sutiles, proyectando categorías y reconociendo protagonistas que se compadecen muy mal con una cultura jurídica que lo más “saludable” es que nos resulte ajena en muchos sentidos. De nuevo a mi juicio, este punto de partida “distorsionador” es el que está detrás de que un valiosísimo trabajo de revisión de fuentes doctrinales –y me refiero con esto a la primera mitad del estudio, la única sobre la que me atrevo a terciar– discurra tan despegado de una realidad institucional que en muchos puntos nos es todavía desconocida. La suerte de paradigma liberal dieciochesco que al profesor Medina Alcoz le es tan útil para, a partir de él, clasificar el resto de “periodos” encierra así un regalo envenenado: predatando los sujetos y objetos de esta particular historia (administración, derecho administrativo objetivo, derecho administrativo subjetivo, poderes del Estado, ciudadanos-individuos, etc.) se pierde la oportunidad de poner el foco en lo que en realidad ofrece el largo siglo XIX español, la configuración institucional de un espacio de lo jurídico-público en el que la metáfora de las tres vías de manifestación del poder del Estado frente a los ciudadanos-individuos solo se consagró mucho tiempo después de que comenzara a monopolizar el discurso político. Así las cosas, variando ese punto de partida temporal y material, otra cronología emerge permitiendo formular otras interpretaciones sobre los problemas con los que la doctrina administrativista decimonónica se encontraba y sobre los medios con los que trataba de dar respuesta a esos problemas. No es este el lugar ni el momento de profundizar en la transformación historiográfica que desde principios de los noventa del siglo pasado ha venido perfilando las aristas del constitucionalismo revolucionario hispano, pero si algo ha demostrado la historiografía jurídica y política latinoamericana empeñada en explicarnos el conocido como “momento gaditano” es que este tenía poco que ver con los orígenes de un Estado, liberal y nacional, y mucho con la última y fallida expresión de un experimento ilustrado pensado para proyectarse sobre todo un orbe hispánico que por definición era bicontinental y católico. En consecuencia, la construcción del Estado liberal español empezó a concebirse (jurídica y políticamente hablando) apoyada sobre las ruinas peninsulares de una monarquía sin imperio que si por algo se siguió caracterizando hasta bien entrada la década de los treinta del siglo XIX fue por el mantenimiento de unos aparatos de gobierno jurisdiccional que continuaban disciplinando una sociedad fuertemente corporativa. De hecho, si se miran con cuidado las memorias e instrucciones que personajes como Javier de Burgos o Pedro Sáinz de Andino elevaron y circularon a finales de la década ominosa, se pueden localizar las primeras aproximaciones teóricas que acercaron al suelo hispano-peninsular esa noción de “administración” que empezaba a dejar de designar un modo de gestión de los negocios para pasar a encarnar un sujeto titular del poder ejecutivo. Importantes transformaciones institucionales como la disolución de los consejos de la monarquía y la instauración del Consejo Real de España e Indias pusieron las bases de una década que, ante todo, conoció la expansión de un lenguaje de la administración que, de no ser apenas conjugado, en menos de diez años pasó a monopolizar la reflexión teórica sobre la práctica de gobierno de la monarquía. Es convención historiográfica compartida por historiadores del derecho y administrativistas que a partir de 1845, con la creación de la jurisdicción contencioso-administrativa en España, encontramos el punto de no retorno en la afirmación de la Administración como expresión más común de uno de los poderes del Estado; no lo es tanto, aunque en buena lógica debería serlo, que en menos de veinte años resultó prácticamente imposible desdibujar una cultura jurídica en la que los poco imaginativos trasplantes franceses de los Silvela, Oliván y Posada Herrera fungían casi exclusivamente como atractivos “eslóganes” políticos. Por eso, por todo eso, cuando desde esta óptica se observan muchos de los pasajes que el profesor Medina Alcoz extrae de las obras de Peláez del Pozo, Bordiú y Góngora o Díaz Ufano y Negrillo, más que compartir con él que se trataba de autores que construían categorías de derechos subjetivos de carácter administrativo para superar en cierto sentido una primera administración fuertemente activa y centralizada, lo que se concluye es que eran autores que trataban de componérselas en un mundo que nada o muy poco tenía de herencia liberal, y en el que tanto las corporaciones locales como las eclesiásticas, e incluso la propia Hacienda Regia o los ministros de la jurisdicción ordinaria seguían pleiteando las más de las veces como particulares, poniéndose así en juego vida y patrimonio de agentes municipales, regios y eclesiásticos. O lo que es lo mismo, de lo que hablaba, aun entre líneas, la doctrina administrativista era de la debilidad, deficiencia y nula fuerza del Estado administrativo, de la escasez de recursos de la administración provincial, de la amplia autonomía económica y cuasi-jurisdiccional con la que seguían contando municipios y otras corporaciones no necesariamente territoriales, ni mucho menos laicas. Así era todavía el Estado-¿nación? de las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XIX en España, y en consecuencia-conclusión, quizá la rica reconstrucción doctrinal y jurisprudencial que el artículo ofrece dé todavía más juego repensada a partir de estas consideraciones. Ese y no otro es el principal objetivo de estas líneas: contribuir a restablecer un diálogo que, a juzgar por el completísimo artículo que podría constituir su punto de partida, no deja de plantearse, en opinión de quien escribe, como verdaderamente ilusionante.