Publicado: 8 marzo, 2021 en: Blog; Investigación emergente.
Inteligencia artificial, digitalización y automatización son etiquetas diferentes, aunque frecuentemente se confunden. A grandes rasgos, la digitalización supone la utilización de tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC) para los procesos administrativos, sustituyendo al papel. Afecta, en primer lugar, a la comunicación entre la Administración y otros sujetos, pero también al archivo de los procedimientos. Provoca que quede un registro de toda la actuación administrativa en forma de datos estructurados que son la base para la posterior aplicación de inteligencia artificial. Anteriormente, ese registro quedaba en papel y no estaba estructurado, por lo que cualquier trabajo estadístico requería un esfuerzo adicional.
La automatización va más allá de la digitalización y sustituye al operador humano. Es un paso mucho menos frecuente, que de momento se limita, por razones comprensibles, a actos completamente reglados, que la Administración está obligada a dictar cuando se cumplan una serie de requisitos, y también, muy recientemente, a de iniciación de procedimientos sancionadores (Real Decreto-ley 2/2021, de 26 de enero, que modifica el texto refundido de la Ley General de la Seguridad Social, aprobado por el Real Decreto Legislativo 8/2015, de 30 de octubre y texto refundido de la Ley sobre Infracciones y Sanciones en el Orden Social, aprobado por Real Decreto Legislativo 5/2000, de 4 de agosto). La actuación administrativa automatizada requiere una previsión normativa previa, de conformidad con el artículo 41 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. No podría ser de otro modo, porque las Leyes atribuyen la potestad para dictar los distintos actos administrativos a órganos administrativos, cuyos titulares son personas físicas.
La inteligencia artificial suele entenderse, en este contexto, en el sentido de que las TIC llevan a cabo tareas que antes requerían la intervención humana, incluida la elaboración de todo o parte del contenido de una decisión administrativa. Normalmente se habla de inteligencia artificial cuando, a partir del análisis algorítmico de gran cantidad de datos, se puede ir más allá de la aplicación de las reglas que el programador ha fijado, y el programa crea nuevas reglas a partir de las correlaciones que descubre en los datos que se le suministran. Por ejemplo, los programas que, a partir del análisis de las infracciones detectadas en el pasado en un sector, predicen dónde es más probable que se estén produciendo infracciones, para que la Administración concentre allí el esfuerzo inspector.
La digitalización es condición necesaria de la automatización y la inteligencia artificial, pero no es condición suficiente. La “Administración electrónica”, tal como se regula en las Leyes 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y 40/2015, suele quedarse en digitalización. Por otro lado, automatización e inteligencia artificial son independientes entre sí: puede haber automatización sin inteligencia artificial (programas que realizan liquidaciones tributarias o que notifican denuncias por infracciones de tráfico detectadas con radar) e inteligencia artificial sin automatización (predicciones que sirven para que un inspector decida dónde acudir a inspeccionar, o que sirven para motivar la clasificación de un espacio como suelo no urbanizable debido a un riesgo de inundaciones establecido con un algoritmo).
Es obvio que el Derecho tiene que reaccionar ante la inteligencia artificial porque cambia algunos de sus presupuestos básicos, pero no es tan evidente cómo debe hacerlo.
La Administración y la jurisdicción, ahora o en el futuro próximo, tendrán diferentes relaciones con la inteligencia artificial: utilizarla en sistemas que faciliten sus procedimientos y la elaboración de sus decisiones (así como también el análisis de eficacia y eficiencia sobre las políticas públicas y las normas jurídicas), controlar su uso por la Administración (jurisdicción contencioso-administrativa) o por el sector privado (jurisdicción civil, autoridades de protección de datos), contratarla a través de distintas figuras de la legislación de contratos públicos (y con la importante discusión acerca del grado de transparencia que se exige a los productos que vaya a utilizar la Administración, que influye sobre los modelos de negocio) y padecerla, en la medida en que se utilizará la IA para tratar de predecir el comportamiento de Administraciones y órganos judiciales y adelantarse a él, produciendo posibles distorsiones que obligarán a reformular los criterios o programas normativos de actuación administrativa o judicial.
A veces parece que los riesgos y los problemas sólo surgen cuando se sustituye al operador humano por una aplicación informática, y que la solución consiste en rechazar la sustitución y exigir la presencia humana. Pero la historia demuestra que la garantía para los ciudadanos nunca ha estado en la intervención de un humano, sino en el establecimiento de reglas que le vinculen. El Derecho ha servido siempre para controlar la actuación de los humanos, precisamente porque esa actuación humana es peligrosa. Lo más relevante no es quién actúe. Lo importante es cómo actúe y, sobre todo, que se pueda controlar esa actuación y garantizar que respete el programa normativo previamente establecido.
Tampoco podemos exigir a un algoritmo lo que no le pedimos a un humano. Por ejemplo, las decisiones de iniciación de procedimientos sancionadores, o, más aún, la decisión de inspeccionar (que para muchos ni siquiera supone iniciar un procedimiento administrativo), están sometidas a un control jurídico mínimo. El inicio de un procedimiento es un acto de trámite no recurrible, que puede basarse en causas muy variadas (empezando por la “propia iniciativa” del titular del órgano) y que, de hecho, no requiere ninguna justificación. De hecho, los tribunales relativizan el peso de los instrumentos que pretenden racionalizarlas (planes de inspección). No parece correcto que sólo se vean riesgos en ese tipo de decisiones cuando se utilizan algoritmos para intentar objetivarlas. El algoritmo puede tener sesgos (no por el propio algoritmo, sino por su programación o por los datos que se le suministran), pero al menos esos sesgos dejan huellas, mientras que los sesgos de los operadores humanos que deciden dónde inspeccionar o en qué casos iniciar un procedimiento, que también existen y son casi inevitables, no son tan fácilmente detectables o demostrables.
Como ya he explicado por extenso en otro lugar, el esquema básico para analizar jurídicamente el uso de la inteligencia artificial ha de ser detectar la función que cumple un determinado algoritmo o aplicación en el proceso de creación y aplicación del Derecho. Ese análisis sería similar a la “naturaleza jurídica” o a la calificación jurídica. Y en ese sentido (y dejando a un lado la aplicación ineludible de la normativa de protección de datos, en la que no puedo detenerme por falta de espacio), pueden avanzarse tres situaciones básicas:
Una regulación es necesaria (y ya se está intentando a nivel europeo), y debería partir de las diferentes funciones jurídicas que puede desempeñar la inteligencia artificial.
A mi juicio, el concepto de lawfare resulta expresivo pero su valor añadido es escaso. No es un concepto jurídico (carece desde luego de un contenido jurídicamente delimitado y delimitable) y, por tanto, no aporta nada relevante en el plano jurídico. Jurídicamente lo único que interesa es si el ejercicio de la función jurisdiccional incurre o no en delito de prevaricación judicial. Si no incurre en prevaricación, la aplicación judicial del Derecho podrá ser discutible, naturalmente, pero carecerá de toda dimensión patológica.
Como concepto de análisis politológico o sociológico, el lawfare tampoco me parece que aporte mucho al binomio de conceptos ya acuñados desde hace años, a saber: “judicialización de la política” y “politización de la Justicia”. Existe judicialización de la política cuando los actores políticos propenden a trasladar la confrontación política (inherente a una democracia liberal pluralista) al ámbito judicial, ejerciendo con carácter habitual (y no solo extraordinario) toda clase de acciones judiciales -constitucionales, contencioso-administrativas o incluso (y cada vez más) penales- contra decisiones políticas de los correspondientes órganos constitucionales. Y se entiende que existe politización de la Justicia cuando aumenta significativamente el número de jueces que sobresalen en la opinión pública -por razón de la orientación sistemática de sus decisiones jurisdiccionales, por su trayectoria pública o por la expresión recurrente de opiniones políticas en el debate público- por su adscripción o cercanía notorias a un determinado espacio político.
En mi opinión, en España el ejercicio genuinamente desviado (prevaricador) de la función jurisdiccional es un fenómeno marginal y, cuando aflora, suele ser corregido en vía de recurso (y a veces también sancionado) por la propia jurisdicción. En cambio, es difícilmente negable que existe judicialización de la política (el uso de la querella contra el oponente político es cotidiano) y politización de la Justicia (el cariz ideológico del asociacionismo judicial y la actitud y el estilo crecientemente desinhibidos con los que algunos jueces -y, en particular, los representantes del asociacionismo judicial- emiten cotidianamente opiniones políticas en el debate público no dejan lugar a muchas dudas).
Como siempre tan agudo y perspicaz/suspicaz. Un abrazo
Desde esa perspectiva, la eficacia no será real sino simbólica.
Fiel creyente que el estado Debe reducirse y dejar a los particulares la ejecución de lo que, por naturaleza, corresponde a la libertad del mercado. Interesante artículo, excelente!
Yo creo profesor que hay que distinguir entre una Administración obsoleta y si se quiere «fallida» cada vez más impotente frente a las exigencias del Estado social y el estado actual del Derecho Administrativo. Creo que nunca este último ha sido mas actual y vigoroso, y es precisamente a través de su diagnóstico que la Administración actual aparece más confundida, insuficiente e impotente.
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